domingo, 11 de marzo de 2012

Memorias de una papelera

                                         Memorias de una papelera

La mía no es una historia reluciente. Desde que nací, estuve destinada a estar rodeada de basura. Incluso mis padres, a los que no llegué a conocer. Mi padre fue un carro de la compra de los supermercados y mi madre una lata de refresco. Nunca he conocido a nadie que me quisiera. Solo Manuel hacía llevadera aquella eterna espera que culminaba siempre con la llegada del verano.
Estaba anclada a una calle en la que había un colegio. Todos los días esperaba como aquellos pequeños monstruitos vinieran a darme patadas y desahogaran su ira conmigo. Intentaban meter en mí sus briks de zumo, me pintaban y me daban la vuelta para que se me cayera toda la basura al suelo. Todavía recuerdo cuando una noche de fiesta vinieron unos degenerados y me prendieron fuego. Fue espantoso. Primero pusieron petardos dentro de mí, y luego tiraron un mechero encendido con papeles de periódico. Si Manuel no hubiera llegado a tiempo, yo no estaría aquí contando mi vida. ¿Qué había hecho para merecerme aquello?
Cuando el recreo pasaba y los niños volvían al silencio de sus aulas, yo me tomaba un respiro. Inventaba juegos para mi misma, y ya que no me podía mover, todos ellos estaban ligados a la observación. El que más tiempo atrajo mi atención fue el Juego de las Hojas. Solo podía jugar en las lúgubres tardes otoñales, pero la distracción que me producía valía la pena. Consistía en fijarse en una hoja en concreto y ver a lo largo de la jornada como iba cambiando de color…verde, amarillento, ocre, y por fin marrón. Entonces la hoja caía al suelo. Hoja que veía, hoja que apostaba el tiempo que tardaría en caer. Una vez, en la jornada más productiva, llegué a contar 3.795 hojas en un solo día. Todo un récord. Por las noches, sin luz para ver las hojas, me distraía con el mismo método aplicado a las estrellas. En algún sitio había oído decir que ellas también morían, y todas las noches esperaba, expectante, a que alguna de ellas cayera. De vez en cuando lo conseguía, y el corto pero intenso brillo de una estrella fugaz se reflejaba en mis ojos de papelera.
Por las tardes, cuando los niños se iban a sus casas y el patio quedaba inmerso en una sobrecogedora quietud, llegaba Manuel. Entonces, un poco más animada, charlaba con él mientras me sacaba la basura que llevaba aguantando todo el día. Manuel era el barrendero, pero no siempre lo había sido. Estaba allí por cometer un homicidio no intencionado, eso me dijo. También me contó que aquello eran trabajos a la comunidad. Decía que tenía mucha suerte de no estar en la cárcel o en un psiquiátrico. No le gustaban esos sitios. Solía comentar que eran tristes y grises. Por supuesto, yo no sabía que era aquello, y tampoco ahora lo sé, pero creo que no es nada importante.
Excepto por aquellas horas de alegría, yo era una papelera muy triste. Es cierto que había papeleras peores, pero el egoísmo me cegaba. Era muy orgullosa. Yo había nacido para ser una artista, alguien a quien los demás debían de admirar, y no despreciar. Yo debería haber sido una delicada rosa. Realmente me sentía una papelera muy desdichada. Lo que más me dolía era que no servía para nada. Ningún transeúnte tenía la delicadeza de depositar su basura en mi interior. Todos preferían tirarla al suelo. Además de desdichada, inútil.
Una vez incluso intenté suicidarme. Fue cuando las fiestas de Carnaval de un año cualquiera. Yo le había oído decir a Manuel lo que era suicidarse y me pareció que podía intentarlo. Aproveché que esos días se habían aflojado los tornillos de mi base por unos balonazos. Cuando pasó el camión que traía el escenario para la fiesta del colegio, haciendo un gran esfuerzo, me volqué hacía el camión, intentando calcular la distancia para que me atropellara. No consiguió arrollarme del todo, pero le rompí una rueda. Manuel se enfadó mucho conmigo.
Tan solo cuando el caluroso verano llegaba podía descansar. Todos, niños y mayores, se iban a los pueblos o lugares más atractivos para divertirse. Solo yo me quedaba, viendo como me mi pintura se derretía.
Un día, sin que yo supiera nada, vinieron unos hombres con monos naranjas. Se encaminaron muy serios hacía mi y comenzaron a desatornillarme del suelo. Yo quería impedirlo, les gritaba, pero no me oían. Me tiraron en una esquina del camión con el que habían llegado. A mi alrededor había latas de conserva usadas, metales viejos y otras cosas. Estaban todos muy sucios y destartalados. Me miré. Ya no era del bonito gris plateado del principio. Ahora era de un ocre correoso y oxidado. Las partes que no estaban oxidadas tenían grabados y pintadas que tampoco me daban mejor presencia. Seguro que me estaban retirando para continuar mi azarosa vida en un desguace cualquiera. Creo que me llevaron a un edificio muy grande. Cuando llegué allí no quise ver nada más. Solo cerré los ojos. Lo entendí al instante. Me iban a sacrificar. En un último auge de autoestima, me sentí orgullosa de haber sido, por lo menos, una papelera clásica, y no una de esas presumidas papeleras de diseño a las que nunca nadie hace caso.
Luego sentí como las rudimentarias partes por las que estaba formada se retorcían, encogían y ensanchaban. Escuché un zumbido insufrible, pero ya daba igual pues mis oídos de papelera estaban destrozados. “Adiós Manuel, siempre recordaré cuando venías en Navidad y me traías una taza de chocolate caliente. Adiós hojitas, que tantas veces os vi caer de vuestros árboles para luego desaparecer. Ahora soy yo la que se va. No os olvidéis de mí. Recordad que las basuras que más me gustan son los plásticos, que odio que jueguen a encestar briks de chocolate conmigo, que una vez conté 3.795 hojas en un solo día, y que soy una papelera desgraciada, muy desgraciada, pero con dignidad. Decid de mí que mi mayor sueño fue poder moverme, a ser posible muy rápido. Adiós mundo cruel, hoy muere una estrella nunca descubierta.”

Y ahora aquí estoy. He aprendido que el fin de algo no es siempre el “the end”. También puede ser un “to be continued”. Solo me reciclaron. Tuve mucha suerte, a muchas otras las funden. Ahora formo parte de uno de esos bólidos que salen en las carreras de Fórmula 1. Tengo muchos amigos. Sin ir más allá, el motor y las bujías. Ahora me cuidan y me limpian mucho. Jamás pensé que podrían llegar a cuidar tanto y tan bien a un pedazo de metal con sentimientos. Es cierto que hecho de menos a Manuel, pero de vez en cuando le envío una postal desde Italia y le digo que no me he olvidado del chocolate caliente que me traía por Navidad. He cumplido mi sueño, ahora puedo moverme, y mucho. Soy muy feliz. He comprendido que la vida sigue girando. Y yo tengo que girar con ella. Es la moraleja de mi vida.

                                                           PUNTO Y FINAL.

Espero que os guste. By Carmen :D

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