sábado, 23 de febrero de 2013

Quince minutos de cotidianidad.


Hola queridos/as lectores/as!!! Ayer, a las tres cuarenta y siete minutos de la tarde, mi madre me envió a comprar como quién envía a Caperucita Roja a la China a por un cargamento de grabadoras made in China. No sé qué tiene el ir a hacer recados, que siempre me ha fascinado. El saber que según ponga el pié en la calle puede caer una bomba en mi barrio me estremece. Luego, pasada la hecatombe, podré decir a los medios de comunicación y al mundo en general, entre sollozos desoladores y con cara compungida, "Sí, yo estaba allí, yo lo viví. Fíjense ustedes, yo solo iba a comprar el pan....ay, solo el pan, tenía familia y un Nobel esperándome, solo era el pan....". Y romper a llorar. Ya veo los titulares: "Trágico testimonio de una superviviente del nuevo atentado de los marcianos".

El caso es que eso iba pensando yo mientras bajaba en el ascensor, chaqueta ya puesta. En ese momento me dí cuenta de que me había olvidado las llaves y de que no sabía como entraría de nuevo en casa, porque el interfono está escacharrado desde hace ya muchos ratos y ni siquiera llevaba móvil. Bueno, mi espíritu de Spider-man me tranquilizó diciendo que si había que escalar la pared hasta el octavo, así se haría. Después de embestir a mi honorable vecino de cualquiera de las 16 casas de edificio, recorrí a paso de charlestón mi portal con paredes de mármol, o la piedra esa que sea (y mira que acabo de tener un exámen sobre materiales de construcción). Solo sé que en verano traigo a mis amigos/as al portal para aplastarnos como estrellas de mar contra la pared del frío que da. Os aseguró que no encontraréis saunas frías en ninguna otra parte del mundo mundial, y que nunca veréis una persona que aumente tanto como yo su número de amigos a final de curso. Luego, traspasada la puerta, observé mi barrio en los primeros pasos. Mi barrio y los locales en venta o alquiler. Mi barrio y su bordillo. Mi barrio y sus baldosas hexagonales. Mi barrio y su parquecito para perros. Mi barrio y su Telepizza. Mi barrio y su Alimerka. Mi barrio y sus quioscos. Quince años, cuatro mil ochenta mañanas recorriendo esa calle para ir a la guardería, el colegio, el instituto. Sí, he usado la calculadora y he quitado los meses de vacaciones.
Lo cierto e innegable es que mi barrio da pena los domingos. Bueno, hacia las once, justo después de que suenen unas campanas en un edificio que no sé muy bien que es, las calles se llenan de gente muy engalanada, como si fuera a venir alguien muy importante, saliendo de alguna parte para meterse todos como sardinas en los bares. Se ríen a voces y saludan a todos sus conocidos  pero yo aún no sé a qué viene ese extraño ritual. Espero que mi barrio entero no sea de una secta. Y, mira tú por donde, la gente que anda por el rastro unas horas después también  se ríen mucho, y hablan todos, y se toman el McMenú con descuento para los más pequeños, ahora solo por 2.30, con un delicioso Sandy de Chocolate. No te lo puedes perder.

El Árbol apareció ante mi como un espejismo en medio del desierto. Al mismo tiempo aparecieron otros espejismos del Alimerka, el Mercadona y un Masymás. Lo eché a pito pito gorgorito y entré en el primero. Vacío, solo cuatro o cinco señoras trajinando con cajas y hablando sobre mira que está mal La Cosa, porque mi hijo tienen un amigo que se ha quedado en la calle sin nada, etc. Me quedé con la duda de si serían las mujeres de los capos de la city y estarían hablando de La Cosa Nostra El Chisme Ese Nuestro, así que lo he dejado con mayúsculas. Si la gente se mi barrio son de una secta de degustación de vinos los domingos, esas señoras podían ser mafiosas ferpectamente, digo yo. Por otra parte, seguro que el sastre de los capos de este país es rico y  dichos capos no tienen a sus mujeres de cajeras en un super a las cuatro menos cincuenta y seis minutos.
¿Qué tenía que comprar? Azúcar. Pero no un azúcar cualquiera, necesitaba un azúcar en terrones para un nuevo experimento pastelero de mi madre. Pero para fastidiarselo más a mi Caperucita interior, necesitaba cuarenta y cuatro terrones de azúcar blanco. ¿ Habéis oído la teoría de que en los supers todo está planeado para llevarte por la calle pasillo de la amargura? Se supone que lo de primera necesidad está siempre al final y abajo del todo, para que mientras vas de camino pilles todo lo altamente calórico. Creo que soy de las escasas personas a las que eso no las afecta, porque a mi me dá igual para lo que sea, un super es un laberinto en el cual SIEMPRE me pierdo. Una vez de cría se me vino a la cabeza la maravillosa idea de desempaquetar un rollo de papel higiénico e ir dejándolo por donde pasaba para saber volver sobre mis pasos. Una mente privilegiada, la mia, sin duda. Y privada de libros durante una semana, dijo mi madre después de pedir perdón a un montón de gente indignada.

Lo único que encontré en terrones fue un pack enorme con 144 terrones de azúcar. Bueno. Si le quitas el 1 quedan 44, no? Me despedí de las mafiosas que me llevaron hasta el arca de los terrones perdida y fui a la caja. ¿Quiere bolsa? No. ¿Tiene tarjeta de El Árbol? No. ¿Desea usted hacerse una tarjeta de El Árbol? No. Muy bien, linda, son uno con cuarenta y cinco; venga, chaito. Ay que ver como cambia la gente antes y después de tener uno con cuarenta y cinco en sus manos.
Salí a la calle. Dí los primeros pasos y de repente me topé con una realidad sorprendente y esclarecedora. Un rayo de sol hizo un haz de luz encima de mi cabeza. Entré en el limbo de los iluminados. Era una persona nueva. Busqué fervientemente la causa de mi euforia. Miré lo que tenía en mis manos. Los terrones de azúcar. Eso era. Me sentí poderosa, capaz de mover montañas. ¡Ajá, todos los malvados de León City acabarán entre rejas gracias al poder del azúcar y sus sastres dejarán de ser ricos! El azúcar me poseyó y me sorprendí gritando en medio de la calle "Poder del terrón de azúcar blanco activado!". Entonces todo mi alrededor desaparecía para dar paso a un fondo de lo más psicodélico en tonos pastel. Unas chispitas con purpurina hacían cintas por el cielo y de repente estaba embutida en un vestido blanco con forma de terrón de lo más cursi. Además tenía una especie de varita mágica acabada en terrón de azúcar, mis ojos habían sido agrandados impunemente y tenía una enorme melena rubia que ondulaba al viento. Todo eso regado por una expresión de tontería infinita. Perdonadme, es que alguna de las pocas veces que he hecho zapping me he quedado viendo alguna serie manga de haditas majísimas, y a mi los dibujos animados me trastornan muchísimo. También reconozco que he visto dos veces seguidas "Dumbo" y he llorado cuando al elefantito lo separan de su madre (no me negaréis que esa película es una maravilla:).
El caso es que tenía en mi poder, para hacer el bien o el mal, 144 terrones de azúcar blanco envueltos en paquetitos de dos. Eh. Eh. Quieto parao. ¿Envueltos? ¿Paquetitos? No, no eran para cafeterías. Eran para cocinar. Oh, albricias. ¿Qué he hecho? Corro pasando indiferente por delante de los cubos de la basura donde tantas veces he echado el encargo recién comprado en vez de la basura (máster en revolver basura, ojo). Un sexto sentido propio de mi y muy pocos más me decía que había vuelto a pifiarla. Mi madre se pasó la tarde desvolviendo ciento cuarenta y cuatro paquetitos y reflexionando sobre qué pasaba por mi cabeza cuando me mandaba a hacer recados. Bien, ahora ya lo sabe. Eran las cuatro y dos minutos, quince minutos de cotidianidad incotidiana.
By Carmen:D

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